El cerebro emocional
EL CEREBRO EMOCIONAL
El cerebro humano está formado por varias zonas diferentes que evolucionaron en distintas épocas. Cuando en el cerebro de nuestros antepasados crecía una nueva zona, generalmente la naturaleza no desechaba las antiguas; en vez de ello, las retenía, formándose la sección más reciente encima de ellas.
Esas primitivas partes del cerebro humano siguen operando en concordancia con un estereotipado e instintivo conjunto de programas que proceden tanto de los mamíferos que habitaban en el suelo del bosque como, más atrás aún en el tiempo, de los toscos reptiles que dieron origen a los mamíferos.
La parte más primitiva de nuestro cerebro, el llamado ‘cerebro reptil’, se encarga de los instintos básicos de la supervivencia -el deseo sexual, la búsqueda de comida y las respuestas agresivas tipo ‘pelea-o-huye’.
En los reptiles, las respuestas al objeto sexual, a la comida o al predador peligroso eran automáticas y programadas; la corteza cerebral, con sus circuitos para sopesar opciones y seleccionar una línea de acción, obviamente no existe en estos animales.
Sin embargo, muchos experimentos han demostrado que gran parte del comportamiento humano se origina en zonas profundamente enterradas del cerebro, las mismas que en un tiempo dirigieron los actos vitales de nuestros antepasados.
‘Aun tenemos en nuestras cabezas estructuras cerebrales muy parecidas a las del caballo y el cocodrilo’, dice el neurofisiólogo Paul MacLean, del Instituto Nacional de Salud Mental de los EE.UU.
Nuestro cerebro primitivo de reptil, que se remonta a más de doscientos millones de años de evolución, nos guste o no nos guste reconocerlo, aún dirige parte de nuestros mecanismos para cortejar, casarse, buscar hogar y seleccionar dirigentes. Es responsable de muchos de nuestros ritos y costumbres (y es mejor que no derramemos lágrimas de cocodrilo por esto).
EL SISTEMA LÍMBICO O CEREBRO
EMOCIONAL
El sistema límbico, también llamado cerebro medio, es la porción del cerebro situada inmediatamente debajo de la corteza cerebral, y que comprende centros importantes como el tálamo, hipotálamo, el hipocampo, la amígdala cerebral (no debemos confundirlas con las de la garganta).
Estos centros ya funcionan en los mamíferos, siendo el asiento de movimientos emocionales como el temor o la agresión.
En el ser humano, estos son los centros de la afectividad, es aquí donde se procesan las distintas emociones y el hombre experimenta penas, angustias y alegrías intensas
El papel de la amígdala como centro de procesamiento de las emociones es hoy incuestionable. Pacientes con la amígdala lesionada ya no son capaces de reconocer la expresión de un rostro o si una persona está contenta o triste. Los monos a las que fue extirpada la amígdala manifestaron un comportamiento social en extremo alterado: perdieron la sensibilidad para las complejas reglas de comportamiento social en su manada. El comportamiento maternal y las reacciones afectivas frente a los otros animales se vieron claramente perjudicadas.
Los investigadores J. F. Fulton y D. F. Jacobson, de la Universidad de Yale, aportaron además pruebas de que la capacidad de aprendizaje y la memoria requieren de una amígdala intacta: pusieron a unos chimpancés delante de dos cuencos de comida. En uno de ellos había un apetitoso bocado, el otro estaba vacío. Luego taparon los cuencos. Al cabo de unos segundos se permitió a los animales tomar uno de los recipientes cerrados. Los animales sanos tomaron sin dudarlo el cuenco que contenía el apetitoso bocado, mientras que los chimpancés con la amígdala lesionada eligieron al azar; el bocado apetitoso no había despertado en ellos ninguna excitación de la amígdala y por eso tampoco lo recordaban.
El sistema límbico está en constante interacción con la corteza cerebral. Una transmisión de señales de alta velocidad permite que el sistema límbico y el neocórtex trabajen juntos, y esto es lo que explica que podamos tener control sobre nuestras emociones.
Hace aproximadamente cien millones de años aparecieron los primeros mamíferos superiores. La evolución del cerebro dio un salto cuántico. Por encima del bulbo raquídeo y del sistema límbico la naturaleza puso el neocórtex, el cerebro racional.
A los instintos, impulsos y emociones se añadió de esta forma la capacidad de pensar de forma abstracta y más allá de la inmediatez del momento presente, de comprender las relaciones globales existentes, y de desarrollar un yo consciente y una compleja vida emocional.
Hoy en día la corteza cerebral, la nueva y más importante zona del cerebro humano, recubre y engloba las más viejas y primitivas. Esas regiones no han sido eliminadas, sino que permanecen debajo, sin ostentar ya el control indisputado del cuerpo, pero aún activas.
La corteza cerebral no solamente ésta es el área más accesible del cerebro: sino que es también la más distintivamente humana. La mayor parte de nuestro pensar o planificar, y del lenguaje, imaginación, creatividad y capacidad de abstracción, proviene de esta región cerebral.
Así, pues, el neocórtex nos capacita no sólo para solucionar ecuaciones de álgebra, para aprender una lengua extranjera, para estudiar la Teoría de la Relatividad o desarrollar la bomba atómica. Proporciona también a nuestra vida emocional una nueva dimensión.
Amor y venganza, altruismo e intrigas, arte y moral, sensibilidad y entusiasmo van mucho más allá de los rudos modelos de percepción y de comportamiento espontáneo del sistema límbico.
Por otro lado -esto se puso de manifiesto en experimentos con pacientes que tienen el cerebro dañado-, esas sensaciones quedarían anuladas sin la participación del cerebro emocional. Por sí mismo, el neocórtex sólo sería un buen ordenador de alto rendimiento.
Los lóbulos prefrontales y frontales juegan un especial papel en la asimilación neocortical de las emociones. Como ‘manager’ de nuestras emociones, asumen dos importantes tareas:
· En primer lugar, moderan nuestras reacciones emocionales, frenando las señales del cerebro límbico.
· En segundo lugar, desarrollan planes de actuación concretos para situaciones emocionales. Mientras que la amígdala del sistema límbico proporciona los primeros auxilios en situaciones emocionales extremas, el lóbulo prefrontal se ocupa de la delicada coordinación de nuestras emociones.
Cuando nos hacemos cargo de las preocupaciones amorosas de nuestra mejor amiga, tenemos sentimientos de culpa a causa del montón de actas que hemos dejado de lado o fingimos calma en una conferencia, siempre está trabajando también el neocórtex.
LA EMOCIÓN CREA RECUERDOS RESISTENTES
‘Un recuerdo asociado a una información cargada emocionalmente permanece grabado en el cerebro’.
Esta es la gráfica descripción que hizo el escritor Jill Neimar en un excelente artículo publicado en la revista PSYCHOLOGY TODAY, titulado: ‘Es mágica. Es maleable. Es… la Memoria’.
Los científicos están ahora empezando a comprender cómo funciona la memoria emocional se pueden desencadenar ante acontecimientos positivos y negativos. En cualquier tipo de experiencia emocional el cerebro se aprovecha de la reacción de lucha-o-huida, que inunda las células de dos potentes hormonas del estrés, la adrenalina y la noradrenalina.
El Dr. James McGaugh, de la Universidad de California (Irvine), dice: ‘Creemos que el cerebro se aprovecha de los neurotransmisores liberados durante la respuesta al estrés y de las emociones fuertes para regular la intens9idad con que se almacenan los recuerdos’.
Las hormonas del estrés estimulan reacciones físicas obvias -el corazón bombea más rápido, los músculos se tensan-. Pero también fijan imágenes muy vívidas en las células del cerebro. Con fundamento de causa : ¡le interesa saber cómo reaccionar -al instante- la próxima vez que se le acerque un maníaco blandiendo un hacha!
Un notable estudio, llevado a cabo por McGaugh y su discípulo Larry Cahill, indicó claramente cómo las emociones, hasta las más habituales y cotidianas, se asocian a mejor memoria -y a mayor capacidad de aprendizaje.
Se suministró a dos grupos de estudiantes universitarios un fármaco que bloqueaba los receptores de la adrenalina y de la noradrenalina. A continuación, se le proyectaron 12 diapositivas en que se representaban escenas como las de un niño cruzando la calle con su madre o visitando a un hombre en el hospital. A un grupo se le explicó una historia de lo más normal relacionada con las imágenes: el niño y la madre van a ver a su padre, que es cirujano. Mientras el segundo grupo escuchaba una historia inquietante y dramática: al niño le atropella un coche y el cirujano intenta coserle el pie que le ha seccionado.
Dos meses más tarde se pasó un test sorpresa a los participantes en el estudio. Los que habían escuchado la historia cotidiana demostraron poseer una escasa capacidad para recordar el contenido de las 12 diapositivas; el grupo que había escuchado el relato dramático recordó las diapositivas ‘significativamente mejor’.
En otra prueba, los psicólogos pedían a la gente que escuchara listas de palabras, entre las que se incluían palabras con carga emocional, tales como PECHO, CADÁVER y VIOLADOR. Los participantes recordaron mejor las palabras ‘emocionales’ que las neutras. Y lo que quizá tenga más interés es que también recordaron mejor qué voz había dicho las palabras -un claro indicio de que habían prestado mayor atención a los hechos asociados.
Desde el punto de vista del educador, Robert Sylwester, profesor de educación de la Universidad de Oregón, argumenta convincentemente a favor de la necesidad de prestar mayor atención al valor de las emociones en la enseñanza.
Afirma: ‘Sabemos que la emoción es muy importante en el proceso de aprendizaje porque potencia la atención que, a su vez, potencia el aprendizaje y la memoria. Sin embargo, nunca hemos acabado de entender la emoción, y por ello no sabemos cómo regularla en la escuela -aparte de definir demasiado o demasiado poco de ella como mal comportamiento y de relegar su mayor parte a la plástica, las manualidades, el recreo y las actividades extraescolares.
‘Medimos si nuestros alumnos saben deletrear correctamente, no su bienestar emocional. Y cuando el tiempo se nos echa encima, recortamos las ‘asignaturas difíciles de evaluar’, como la plástica, que tienden más a lo emocional. Al separar la emoción de la lógica y la razón en clase, hemos simplificado el sistema escolar y el proceso de evaluación, pero también hemos separado dos caras de una misma moneda, y hemos perdido algo muy importante en el proceso.
‘Es imposible separar la emoción de las actividades de la vida. NO se le ocurra intentarlo’.
He aquí por qué es VITAL que la emoción participe en el aprendizaje y en la educación.
En primer lugar, hay más conexiones neurales que van DESDE el sistema límbico HASTA la corteza cerebral que viceversa. Por lo tanto, la emoción suele tener mayor influencia sobre nuestro comportamiento que la lógica. En segundo lugar, hemos visto que el sistema límbico/emocional actúa a modo de interruptor, enviando la información procedente de los sentidos a la corteza pensante.
De todos modos, hay una ruta rápida que envía la información cargada emocionalmente que podría ser amenazante -no ‘hacia arriba’ para su análisis ulterior sino directamente hacia abajo, es decir, a las partes más primitivas del cerebro, para desencadenar una reacción ‘visceral’.
Esto explica por qué situaciones que previamente han causado dolor o miedo pueden desencadenar reacciones irracionalmente violentas e instintivas. Es mejor reaccionar instantáneamente al más mínimo atisbo de algo que se parece a una serpiente, incluso si, después de un examen más detenido, resulta ser un palo inofensivo. Pero puede ocurrir el mismo proceso cuando, por ejemplo, ‘aprendemos’ a tener los problemas de matemáticas.
Por eso es tan importante que aprendamos a controlar nuestro estado mental. Y por eso, enseñar a los escolares a identificar, reconocer, y controlar sus emociones debería incluirse en CUALQUIER programa escolar. Sin embargo, es algo que suele brillar por su ausencia.
Hay un aspecto más importante por el que se debería permitir la participación de la emoción en el aprendizaje. Nuestros cerebros están preparados para reconocer y reaccionar rápidamente ante peligros repentinos. Pero no lo están para reconocer el peligro presentado de forma gradual. El cerebro no tiene un sentido de la urgencia creciente y, por lo tanto, en tales casos no se desencadenan reacciones fuertes. Por este motivo, nos cuesta motivarnos para afrontar la amenaza progresiva de la escasez de recursos, la contaminación, el deterioro urbano o la superpoblación -e, incluso la desaparición de puestos de trabajo a gran escala-. Son cambios demasiado graduales para que los registremos como amenazas a nuestra vida.
Debemos encontrar alguna forma de convertir estos problemas en algo urgente, si queremos que la gente esté lo suficientemente motivada para implicarse en acciones colectivas. Y, sobre todo, necesitamos hacer que estos problemas sean algo ‘vital’ para nuestros escolares, porque será su generación la que tendrá que encontrar las soluciones o vivir con todas las consecuencias.